En el mundo moderno el arquitecto se encuentra en una encrucijada. Por una parte, no se trata de un artista, y cuando algunos “arquitectos estrella” han pretendido serlo, el resultado ha sido por lo común un ultraje, en el que lo que pretende ser una mezcla de oficio e inspiración que en teoría debería dar como resultado una obra de arte, en la práctica se convierte en un híbrido que no funciona ni a nivel espacial ni como escultura hipertrofiada. También se ha dado el caso de diseños “de autor” en el que se ha tenido que optar entre poder abrir una puerta o colocar un sofá en el salón…
Pero otro motivo por el que el arquitecto nunca podrá entrar en la categoría de artista tal y como este se entiende en la actualidad, es que no tiene libertad creadora para ejercer su oficio con la misma facilidad que un pintor pinta un cuadro o un escritor escribe un libro: el arquitecto necesita un cliente. Estando esto claro, parece mucho menos común la certeza de que el cliente también necesita siempre un arquitecto, y esto debería ser igual de evidente.
Establecida la diferencia entre arquitecto y artista, también debemos decir que en el trabajo del arquitecto no solo cuenta su faceta práctica, sino que la estética es tan fundamental como el utilitarismo. Es básico, primordial, que las personas se sientan a gusto en el lugar en el que viven. Lo primero debe ser moverse con comodidad, sentirse reflejado en su hogar, tener todas las facilidades que la técnica moderna permite. Pero ¿no es cierto que el placer estético ocupa, o debería ocupar, un lugar central en la vida moderna? Tan importante como el confort físico es el confort de los sentidos, y por ello un buen diseño no solo consiste en que sea funcional, sino también bello, cualquiera que sea el sentido de lo bello para cada persona.
Sin embargo, muchos clientes recurren a albañiles que solo se preocupan en la parte práctica para llevar a cabo sus ideas. Estos albañiles pueden ser grandes profesionales en lo suyo, pero no tienen por qué tener habilidades más allá de las que requieren su oficio: para eso está el arquitecto. Si antes hacíamos una analogía con los artistas, ahora podríamos servirnos de los médicos. Podemos consultar a amigos sobre alguna dolencia que nos incomoda. Pero cuando estamos realmente enfermos, ¿no vamos a un médico de verdad? El recurso al arquitecto debería ser igual de manifiestamente evidente, y sin embargo muchos clientes se empeñan en echar mano de albañiles para tareas que claramente superan sus cualificaciones. Todos conocemos los resultados.
Pero si el cliente debe confiar en el arquitecto, el trato debe ir en las dos direcciones. El arquitecto también tiene responsabilidades: tomarse en serio cualquier encargo, sea cual sea su envergadura, desde levantar un edificio hasta reformar un cuarto de baño; poner siempre en primer lugar las pretensiones y gustos de los clientes; ajustarse a los presupuestos. Para ganarse la confianza debe ser especialmente meticuloso, al menos tanto como un médico.
Estas ideas pueden parecer muy rotundas e incluso novedosas. Lamentablemente, no es así. Y decimos que es una lástima porque si proposiciones como las expuestas llevan tanto tiempo repitiéndose, es que todavía no han alcanzado el consenso que creemos se merecen. Muchas de estas ideas, que hemos ido desarrollando durante años de experiencia profesional, las encontramos en un artículo escrito a finales del siglo XIX por la crítica de arquitectura Mariana Griswold Van Resnselaer, recientemente rescatado por Design Observer. Algunos de sus párrafos, con toda su rudeza y brusquedad, siguen manteniendo una total vigencia:
Para cualquier trabajo que necesites, consulta a un arquitecto; no a un carpintero o a un albañil, ni tan siquiera a ti mismo. Cuéntale tus propósitos y dile cuáles son tus materiales preferidos, e insiste en que deben ser respetados. Claro está, solo si estás seguro de todo ello y de que es posible respetarlos. Y esto no siempre es así. Las dudas, vaguedades, contradicciones, soluciones poco prácticas o imposibles, son una de las características más comunes en los clientes; pero si quieres, desahógate contando tus vagos deseos estéticos; intenta explicar esas toscas preferencias artísticas, esas visiones nebulosas e informes visiones que con mucho gusto llamas “mis propias ideas”. Pero después vete a casa y deja a un artista entrenado, a un diseñador con experiencia, que resuelva tus problemas a su manera. Si lo que consigues es lo que querías, date por satisfecho, da las gracias y concede el crédito a quien se lo merece. Y si lo que consigues no es del todo lo que querías, o exactamente lo que debería ser, sigue dándote por satisfecho; porque lo más seguro (no, lo seguro) es que si hubieras interferido, el resultado hubiera sido mucho más insatisfactorio.
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