Sí, no hay ciudad más retratada en el cine que Los Angeles. Cualquier espectador habitual conoce cada uno de sus barrios, sus características, a sus habitantes. Es como si estuviera en casa. ¿O no? Porque según Thom Andersen, el director de Los Angeles Plays Itself, pocas películas han sabido retratar el verdadero Los Angeles. Directores de paso, directores que odian la ciudad, directores que no buscan verdad, sino verosimilitud. Directores que usan Los Angeles (nunca L.A., muestra de un complejo de inferioridad insoportable para Andersen) como escenario, que lo manipulan a su gusto, que reflejan en sus calles y edificios emblemáticos sus fobias o los tópicos más recurrentes, pero pocas veces su esencia.
Según Polanski, Los Angeles es la ciudad más bella del mundo. De noche y de lejos. Según sabemos todos los espectadores, es una ciudad hecha para el automóvil, hostil para los caminantes. Para cualquier habitante, en realidad. Una ciudad sin historia. Sus edificios más antiguos apenas llegan a los cien años. Y solo uno entre ellos es memorable: el edificio Bradbury, explotado en las películas hasta la saciedad. Cierto, tiene una notable muestra de arquitectura modernista. Pero por alguna razón, se ha convertido en un cliché que estas obras maestras siempre sean habitadas por los malos de la película. Mejor no analicemos las implicaciones subconscientes de tal decisión.
Una película es incapaz de captar el espíritu de una ciudad. Harían falta muchas. Pero la tesis de Andersen es que el reflejo que capta la pantalla no solo es incompleto, sino también falseado. El documental, con sus aspiraciones de naturalismo, debería acercarse más al objetivo, pero una vez más el sujeto es demasiado grande para ser atrapado. Solo nos queda la observación de primera mano, el descubrimiento cotidiano, el recuerdo y la comparación. Montarnos nuestra propia película.