Habitualmente la escenografía teatral bascula entre dos extremos: la aparatosidad de los montajes espectaculares y la esencialidad de las cuatro sillas. Mientras el primer estilo solo se lo pueden permitir las grandes producciones (en Europa limitadas a las compañías públicas y algunos musicales), el teatro pobre ha sido adoptado como una opción estética que puede responder a escasez de recursos, pero también a una propuesta más íntima. Las dos opciones son válidas, y las dos conllevan grandes peligros. Muchas veces una función es “comida” por los fastos del decorado, que no dejan ver más allá de su grandiosidad, mientras que el recurso al mínimo indispensable puede encubrir no solo falta de dinero, sino también de ideas.
Jo Mielziner se convirtió en uno de los mejores y más innovadores escenógrafos del siglo XX al saber combinar lo mejor de cada opción. Su estilo es a primera vista realista, reconstruyendo de manera fiel los ambientes más apropiados para cada puesta en escena, pero a la vez tiene ese poder evocador que hace del teatro algo único, esa capacidad de abstracción que propicia que el espectador se crea que algo tan artificioso como la representación escénica es real y a la vez trasciende el espacio de lo cotidiano.
Mielziner contribuyó a cimentar la edad de oro de Broadway en la misma medida que autores como Arthur Miller o directores como Elia Kazan. De hecho, ahora que todo ha pasado, lo que permanecen son sus exquisitos decorados, repletos de detalles enriquecedores y a la vez capaces de crear un aura que complementa el sentido general de la obra, sin por ello imponerse ni apabullar. Como cualquier buen diseño, la obra de Mielziner no se hace notar, pero es clave para propiciar equilibrio y naturalidad.